La ausencia de un teatro musical en nuestros escenarios, hizo que el Anfiteatro del Centro Histórico de la Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana asumiera el propósito de rescatar el género, que inexplicablemente fue desapareciendo de nuestras tablas, y a pesar de que tal intención fuera recibida de manera recelosa por algunos pocos y como casi utópica por otros muchos, nuestro empeño viene fructificando desde la puesta, en 2004, del sainete lírico Las Leandras, a la que siguieron en años siguientes los estrenos en Cuba de otros títulos del repertorio musical internacional, todos con un éxito notable.
Los principios de la Oficina del Historiador de la Ciudad que son: rescatar, restaurar y preservar el patrimonio material y espiritual de la nación, han guiado nuestro empeño. Cómo ignorar entonces, o desestimar, la insoslayable historia del teatro musical en Cuba, cuyos escenarios ya desde el siglo XIX servían de termómetro para las compañías europeas de ópera que decidían «hacer la América»; la aprobación en la Isla era el salvoconducto para el triunfo en el resto del continente –incluido Estados Unidos. No debemos olvidar tampoco, en el propio siglo, aquellos «bufos caricatos» que hicieron de las suyas y sentaron pauta, ni más adelante, en los albores del XX, las extensas temporadas del teatro Alambra, que durante más de treinta años mantuvo en la cúspide el musical, con autores, elenco y compositores nacionales. Posteriormente, nuestros tres grandes, Ernesto Lecuona, Gonzalo Roig y Rodrigo Prats, convertirían la década de los 30 en la de mayor esplendor del teatro lírico cubano –único en el continente, con piezas como Cecilia Valdés, María la O, Lola Cruz, Amalia Batista y tantas otras.
La historia continuaría con la Compañía de revistas del teatro Martí, retomada al triunfo de la Revolución; con la labor en aquel mismo período del mexicano Alfonso Arau, que organiza, junto a Alberto Alonso, una compañía de teatro musical en el recién remozado Alcázar, asumido y dignificado mucho más adelante por el dramaturgo Héctor Quintero, que durante casi 12 años se encargó de mantener una programación de alto nivel artístico y dio a conocer clásicos del género –eso sí, contra viento y marea–, y con los maestros Nelson Dorr, José Milián y Jesús Gregorio, entre otros, quienes bajo la dirección del propio Héctor llenarían de esplendor, en los años 70 y 80, el teatro musical de la Cuba revolucionaria.
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Junto a Christyan, Yoanly Navarro Pérez, quien con José Luis Pérez Ramos alterna el papel de la Bestia.
Causas objetivas y subjetivas paralizaron este quehacer, entre otras algo de pereza, porque para nadie es secreto el enorme esfuerzo que exige llevar a cabo una representación en la que resulta indispensable cantar, bailar, decir… y actuar. De nada sirve, y más bien lastra, el consabido y justificativo discurso de que los consagrados del género envejecieron, abandonaron el país o desaparecieron físicamente. ¿Dónde queda nuestra responsabilidad con las nuevas generaciones de público y artistas? Jenny Lind, Enrico Caruso, Hipólito Lázaro, Renata Tebaldi, Erich Kleiber, Arturo Toscanini, Leopold Stokowski, Herbert von Karajan, Igor Stravinski, Heictor Villa Lobos, Libertad Lamarque, Victoria de los Ángeles, Teresa Berganza, y tantos otros, no llegaron a nuestra patria para disfrutar del clima y las playas: vinieron porque Cuba, insistimos, siempre ha sido una plaza importante, que clasifica para cualquier currículo, hasta el de los grandes, y debe seguir siéndolo.
Estos antecedentes estimulan nuestros propósitos, pero, aún más, la respuesta de un público joven, casi desconocedor del musical, que colmó cada noche el Anfiteatro con los estrenos de El fantasma de la Ópera, La viuda alegre, y El jorobado de Notre Dame, y —para nuestra sorpresa— la asistencia a estos espectáculos, supuestamente para adultos, de infinidad de niños, que acudían una y otra vez a las representaciones y eran capaces de entonar las difíciles melodías de tales obras. De ahí que en esta oportunidad nos aventuremos con otro clásico de todos los tiempos: La bella y la bestia, en su versión para adultos y en concierto, pero con la solapada travesura de dedicársela a toda esa muchachada que durante los últimos años ha sido capaz de disfrutar, entender y aprender con el Conde Danilo, el Fantasma o el deforme Quasimodo. Por esta vez, y a hurtadillas, trabajaremos para ellos, jugaremos con ellos. En definitiva el teatro es eso, un gran juego; muy serio, pero juego al fin, y sobre todo, sumamente necesario.
Alfonso Menéndez
Director del Anfiteatro de La Habana Vieja